martes, 10 de noviembre de 2009

Alter Ego

“Sé sincero siempre, ten en paz tu corazón y no hagas caso, que si fueses sincero y de corazón apaciguado, es que la contradicción está en sus cabezas y no en ti.”
Miguel de Unamuno


-Así que aún no logras quedarte dormido, ¿no? –dice una mitad del joven llamado Daniel Galbañal. Lo dice con su peculiar manera de hablar, arrastrando las palabras una tras otra. Como cuando te acabas de despertar de un profundo sueño y sientes los labios pesados y torpes.
La otra mitad asiente.
-¿Cuánto llevas despierto?
Responde tras confirmar innecesariamente la hora del reloj sobre la mesita a un costado de la cama.
-Toda la noche.
-¿No estás cansado? La mitad del joven Galbañal mira a su alrededor frunciendo levemente los labios con sarcasmo.
No responde. El sabe muy bien de qué cansancio se trata, claro. La otra mitad no sabe a qué vienen esas preguntas absurdas. Sólo se está burlando de él.
-Va, no deberías seguir pensando en esas tonterías –dice la mitad del joven Galbañal-. Tú no necesitas mostrarte a los demás. En lo absoluto. Para eso estoy yo, para encubrirte. Qué importa que la gente no te conozca o que nunca escuchen de esa poesía en tu mirada. En todo caso, no te aceptarían. Y con esta idea, de momento, saldrás adelante.
-De momento –repite sus palabras como si estuviera sopesándolas sobre la palma de la mano-. ¿Y después, lo pensarás en su momento también?
Asiente.
-¿Matarme, tal vez?
-Quizá –dice.
La otra mitad del joven Galbañal hace un gesto negativo con la cabeza.
-¿Sabes? Deberías saber un poco más de qué va el mundo. ¿Qué diablos quiere demostrar un muchacho de unos veinte años en un mundo ajeno, desconocido? Si ni siquiera es capaz de acabar con su propia lucha interna. ¿Quién va a tomarte en cuenta, tus amigos, tu familia?
Se puso un poco colorado.
En fin, no insisto –dice una cara del joven llamado Daniel Galbañal-.Tampoco sirve de nada que te pinte las cosas tan negras. Total ni siquiera han empezado. Tú ya has tomado una decisión. Ahora te falta llevarla a cabo. En cualquier caso se trata de tu vida. Básicamente, la única vía es lo que tú creas.
Exacto. En definitiva, es mi vida… o al menos un pedazo de ella.
Piensa una vez más en eso. Una parte de Galbañal lanza un suspiro y se presiona los párpados con las yemas de los dedos. Le habla con los ojos cerrados, desde el fondo de las tinieblas.
-Juguemos a lo de siempre –propone.
-De acuerdo –dice la otra mitad. El también cierra los ojos y, en silencio, respira.
-¿Listo? Imagínate una tormenta terrible, realmente terrible –dice-. Y olvida cualquier otra cosa.
Tal como le ha dicho, imagina una tormenta terrible, realmente terrible. Y olvida cualquier otra cosa. Incluso quién es. Se queda en blanco. Las cosas van aflorando enseguida. Y ambos se quedan compartiéndolas en medio de la noche sobre la cama del joven llamado Daniel Galbañal.

***

No es que le tenga profundo temor a los ascensores, ni mucho menos. La verdad me considero alguien corriente respecto a mis miedos. No podría calificarme como alguien que no se asusta ante nada pero tampoco creo padecer de esas obsesivas y compulsivas aversiones de ciertas personas. Simplemente me considero alguien normal: me levanto temprano, moribundo, veo televisión por las tardes y solo cuando me da sueño me acuesto a dormir la siesta. Aún así hoy me siento algo diferente.

Mientras sigo esperando a que la luz del botón que está a un costado mío, a la altura de mi hombro, se apague; comienzan a invadir en mi cabeza una serie de fugaces destellos del sueño que aquella noche me hicieron sentir que algo dentro de mí se mantuvo despierto mientras dormía. De pronto la luz por fin se apaga y le sigue el sonido metálico de las puertas haciéndose a un lado. No bastó mucho tiempo para que en seguida me empape una oleada de olores entre a encierro y a transpiración. Ese olor que se distingue de los demás por estar en lugares de angustiosa presencia humana. Pero ya era demasiado tarde, las puertas se habían cerrado y los números, para mí desgracia, lentamente comienzan a descender. Logro hacerme espacio entre la multitud y arrinconarme hacia una de las paredes del cuartucho, cosa de quedar con la vista en la misma dirección que mis compañeros. Compañeros en la rutina y en los bostezos. La conversación sería predecible: ese primer “buen día” fingido, indeseado hasta hipócrita sale de mi garganta como vómito de mis entrañas, pero nadie se da cuenta. Nadie nunca lo hacía. Luego vuelvo a mi centro, así como todos a mí alrededor, y cierro los ojos. El silencio rápidamente se apodera de la habitación, lo que me deja tiempo para pensar.

Me siento cansado de verdad, cansado de fingir, cansado de actuar a los demás para recibir en cambio la puta apreciación ajena. ¿A quién engaño? Pues a nadie más que a mí mismo. No tengo ganas de nada ni de nadie. Quiero estar solo. Alejarme de esta gente, escupirle en sus caras, romper estos vidrios, mirar hacia lo alto y escapar, escapar hacia lo alto y ser libre.

Un movimiento brusco me da la bienvenida al mundo nuevamente, alzo la vista y efectivamente me encontraba en la plataforma principal. Nadie se movía, todos esperaban a que alguien de entre todos nosotros se atreviera a dar el primer paso hacia fuera. Pero me empujan y yo los empujo. Como si de un rebaño de ovejas se tratara, unos más necesitados que otros, nos libramos llenos de ímpetu y ganas de desaparecer. Camino. Ya todos se habían esfumado cuando de pronto siento un diminuto golpecito en mi cabeza. Afuera llovía y con el caer de las gotas sobre el asfalto mojado, mi mirada explotaba al igual que ellas. La calle se cubría de una sustancia viscosa y por todos lados afloraban pequeños charcos color tornasol. Los conductores desenfrenados por esquivar las pozas, zigzagueaban como evitando chocar unos con otros. La gente a un costado caminaba con gestos arrugados y la mirada encasillada hacia la nada. Todos debían ir a algún lado, todos debían estar en alguna parte, todos eran siervos de una trayectoria predeterminada. Llueve y se atragantan las alcantarillas de basura, se moja la ropa tendida en los balcones, tintinean las luces del semáforo a lo lejos. Llueve y pareciera que siempre va a ser así. Entonces, yo ya había tomado la decisión de no presentarme al trabajo esa tarde. Realmente la había tomado aquella misma mañana en que desperté con las únicas ganas de permanecer postrado en la cama escuchando la lluvia golpear contra el vidrio de la ventana. Y fue como si una fuerza ajena a mi voluntad levantara mi cuerpo y lo llevara dentro del cuarto de baño. Me di una ducha caliente para incorporarme al mundo una vez más, como era de costumbre después de un sueño como el de aquella noche.

Ahora me encontraba sin rumbo alguno y me gustaba. Eran poco más de las tres de la tarde y no dejaba de dar giros en mi cabeza la imagen de mis compañeros de oficina al darse cuenta de que yo ya no estaba con ellos. Eran realmente extraños los momentos en que decidía ausentarme de todos. A veces necesito un día o más para recuperarme del daño que conlleva no poder mostrar ese lado esencial de mi vida por el miedo que me causa. En cambio, finjo y me río pero mis labios son débiles y tiemblan, tiemblan porque son inseguros y prefieren reír a decir lo que piensan. Es como si ya me hubiera acostumbrado a ello, pero no. Negar esa melancolía dentro de mí y poder ser tan corriente como el resto de las personas me es difícil. Por eso necesito estos días para poder ser como los demás no quieren que sea y escapar, al menos, en mi soledad.

La lluvia a ratos dejaba de caer. Desde lejos veo que se acercan mis amigos. Eso me llena de una vaga sensación de alegría que con el pasar de los segundos se transforma en incomodidad plena. Estoy algo aterrado. Los dientes me castañean sin parar. Por mucho que lo intente, no puedo impedirlo. Las manos me tiemblan un poco. No las siento como mías. Ellos ríen como siempre. El encuentro sería inevitable. Cuando pasaron junto a mí, los nervios habían cesado en absoluto y mi rostro ahogado reflejaba perfectamente el nudo que sentía en la garganta.
-Oye. Tienes una cara espantosa. ¿Lo sabías?
Asiento.
-¿Y qué diablos te ha sucedido?
-Ni yo mismo lo sé.
-Ni siquiera tú lo sabes. Tampoco sabíamos donde estabas, te llamamos pero nunca contestaste-. Me mira de pies a cabeza-. En fin, que estás en un aprieto.
-En un gran aprieto –digo. Desearía hacerles entender la gravedad de mi situación.
Durante unos instantes reina el silencio. Mientras tanto, uno de mis amigos enciende un cigarrillo y me mira con el entrecejo fruncido.
-¿Vas mañana donde Villanueva? –pregunta.
Asiento.
Rápidamente hago un gesto de despedida y me marcho. Entonces, escucho una voz a lo lejos que se va perdiendo entre la gente hasta desparecer.
-¡Pues, nos vemos!
Creo haber escuchado eso último que gritaron, al momento en que crucé la calle con la clara intención de dejarlos atrás en el camino, pero no estoy seguro del todo.

El cuerpo me pesa y las piernas me duelen de tanto caminar. Aún sigo algo choqueado por la situación que acababa de pasar pero cada vez me importaba menos. Ahora sólo necesito descansar. Era en lo único que podía pensar. No eran más de las seis y media cuando la lluvia dejó de caer, en cambio arriba se mostraba la imagen de un cielo totalmente despejado. El lugar en que ahora me encuentro está lleno de tranquilidad, la paz en sí misma. La arena se cuela lentamente entre las costuras de mis zapatos mientras camino, así que opto por sacármelos y continuar descalzo por la playa. No me bastaron muchos pasos para caer rendido sobre la arena. Con la mente fija en el horizonte, me quedo así un buen rato. Es un escenario perfecto. Embobado por el espectáculo, suelto alguna lágrima de emoción y sin darme cuenta, comienzo a llorar con desconsuelo. Sigo llorando. Recuesto mi espalda contra la arena y las lágrimas no paran. Poco a poco logro calmarme, ya no queda nada. Hecho un último vistazo al cielo. Me quedo boca arriba con los ojos cerrados con la imagen latente en mi cabeza del espectáculo que acababa de presenciar. La imagen no se desvaneció, aún así jamás pude distinguir el momento preciso en que logré quedarme dormido para siempre.
Andrés Carvajal
IVº Medio C, 2009

viernes, 6 de noviembre de 2009

Aproximación


“Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.”
Julio Cortázar



Afuera llueve. Gota a gota se va cayendo un pedazo del cielo sobre una ciudad empapada. El agua hierve, el mate está lleno de hierba. De a poco va vertiendo el agua dentro, con mucho cuidado para no mojar la hierba que está arriba, casi escapándose de la calabaza. Se sienta y enciende un Gauloises. Se acomoda en el sillón, retiene el aire en su pecho. Echa la ceniza al suelo, no le importa. Sorbe un poco de hierba mate, toma una pluma y comienza…

He estado rumiando un pensamiento desde hace varios días, al punto que me asalta hasta en los sueños más inocentes, si es que logro conciliarlos. ¿Qué soy? ¿Quién soy? Tengo una noción extraña, un sentir poco común, por lo menos entre mis conocidos. Me siento ajeno, quizás infinitamente distante, imposibilitado, voluntariamente exiliado para alejarme de esa gente que está cerca. A veces pienso que es absurdo, que soy como todos pero un poco arrogante con todo lo que escribo, con todo lo que siento y lo que no siento, con todo lo que leo y fumo y lloro y me siento a tomar un matecito y a escribir sobre mí y sobre ti y el resto y el mundo y todo lo demás mientras afuera llueve y llueve tanto y hay gente que camina por barrios que no conozco que busca llegar a su casa a alguna casa que tenga el fuego encendido y el agua hirviendo en una tetera; afuera hay de todo. Pero creo que no, otras veces pienso que soy distinto a otros, que hay algo que en realidad me diferencia de ese grupo de personas y cosas que llamamos el resto del mundo.

En el cenicero cinco Gauloises, en la mano otro más, ninguno en la caja. En el reloj han pasado dos horas. Maldición, hay que ir a comprar más. Gauloises sin filtro. Se levanta del sillón, coge su abrigo (afuera llueve), sus llaves y un billete gastado. Con esto alcanza. Sale de su departamento y cierra con llave, comienza el descenso (a bajar). Tres pisos más abajo se encuentra bajo el arco de la entrada del edificio, un arco blanco, un edificio desgastado por los años y los malos cuidados. Unos pasos más allá camina la gente, pasa tranquila o apurada, con la ropa mojada. Casi todos con abrigo o paraguas, caminan bajo la lluvia. Bajando el escalón de la entrada, un paso más allá, pasará a ser parte de ese río, de esa jungla de personas que caminan quién sabe a dónde, quién sabe con qué propósito. Camina hacia un pequeño almacén, no muy lejos. Que buenas tardes, que unos cigarrillos, sin filtro por favor, un muchas gracias y un adiós. Eso te hace pensar. Camina distraído de vuelta a su hogar, entre la gente que aparece de repente, que parece no venir de ningún lado, parece no ir hacia ningún lado. Sube a su departamento, se sienta en el sillón raído.

Quizás lo más absurdo de la vida en que vivimos es su falso contacto. Creo que siempre he pensado lo mismo, en realidad uno está solo. ¿Hemos hecho algún contacto? Muy poco. Sentado aquí, los otros allá, mirarnos, hablarnos, encontrarnos, ir al cine, al teatro y recorrer el mundo… todos en una esfera, en un mundo limitado sin poder ir más allá, una mirada entre las esferas, la conexión máxima, estrechar las manos y conversar un rato, volver a tu mundo, a tu esfera. A tu nariz como límite del mundo, como los peces en su pecera, como un vidrio impenetrable seguido por la niebla, la incertidumbre, el miedo insoslayable, del inexorable temor a salir de la costumbre, del aburrimiento, del encierro. ¿Me explico? Yo creo que no. Nosotros no somos, sino que buscamos ser, manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como ésta. Qué carencia de profundidad y reflexión nos absorbe, somos robots, somos mecánica sin saberlo, programados, estereotipados y etiquetados, sin que nos opongamos, sin un gesto siquiera. Somos los ricos los pobres los perros los gatos los chilenos los franceses los alemanes las mujeres. Y siempre es lunes, todavía es lunes. ¿Aún no me explico? Por supuesto que no, nunca me podría explicar. Mis palabras no son el mensaje mismo que quiero transmitir, en eso se equivocan. Mis palabras son meras transportadoras, burros de carga que han dejado caer parte del peso que no fue apropiadamente asegurado y qué poco poético suena eso. Son como cucharas, camiones de carga y otras analogías, son falsedades, malas interpretaciones. El mensaje está dentro, codificado, en clave… me gustaría que fuera un escalofrío una sonrisa una lágrima un puño o un volcán. De eso ya no se preocupa nadie, menos hoy. Las palabras pueden ser pigmentos y notas e imágenes y viceversa y todo lo contrario también. Hay más cosas en mi mente.

Afuera llueve. Gota a gota se va cayendo un pedazo del cielo sobre una ciudad empapada. Se levanta con un nudo en la garganta, con una carta a medio escribir entre sus dedos delicados, dedos que ansían poder tocar aquello que ella extraña.


Él nunca entendió, nunca pudo entender por qué no quise traerte, o por qué quería hacerlo. Nunca entendió por qué te dejaba al cuidado de aquella nodriza, por qué me daba miedo, nunca entendió ningún por qué. Es raro, porque parece entenderlo todo. Habla como si lo entendiera todo, como si pudiera uno a uno desentrañar los secretos y las verdades que esconde el mundo, que esconden los libros que lee y que relee. Parece entender enseguida todo aquello que a mí me cuesta tanto comprender, sin embargo hay algo que nunca podrá entender, algo que me lastima. Es algo profundo quizá, es algo distinto. No puede entender que yo lo siento, él se ríe, como cuando le dije que tu nodriza era maligna, que se ponía guantes de goma para hablar, para hablar de ti con sus palabras pulidas, escondiendo las manos. Él no entiende, mon bebé, no entiende que yo pueda hacer cosas irracionales, no entiende que yo pueda caminar una hora bajo la lluvia si en un barrio que no conozco están pasando Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del otro, el amor de la madre, el juguete nuevo… Quizá tu entenderás un día, mon bebé, o quizá buscarás lo mismo que busca él, en soledad escogida, marginado por voluntad, anti-moralista, buscarás quién sabe qué cosa, buscarás como un idiota. Buscarás como un idiota una forma de comprender el mundo, una forma de alejarte de lo convencional, de diferenciarte de los otros, de ser tú mismo, de alejarte del sentimentalismo… quizá tu también serás como Horacio y tendremos que vivir combatiéndonos, y esto es muy triste mon bebé, a ti no te gustaría, pero es la única forma para que valga la pena vivir.

Él se levanta, un vaso de whiskey y otro, un par de cigarrillos… Él se levanta, Horacio, y sale a la ciudad. Tantas veces repitió este proceso, en tantos cafés y bares y esquinas se sentó a pensar, a marginarse por voluntad, para luego salir a caminar, pasar por el Pont des Arts y preguntarse incansablemente… ¿encontraría a la Maga?
--------------------------------------------------------------


¿Encontraría a la Maga? Creo que todos los que hemos tenido el placer de leer Rayuela, nos hemos hecho esa pregunta. Probablemente somos muchos los que nos hemos enamorado de ella, somos muchos los que la hemos buscado entre pasillos y muchedumbres, muchos los que hemos confundido su silueta en una esquina o de noche. Lucía es una mujer única, llevando la desgracia de no ser real, que nos condena a buscarla, a buscarla como al rayo de luna. Es increíble la forma en que Rayuela nos puede hacer vibrar, como nos hace eternos cómplices de un juego inexplicable, como nos revela un mundo desconocido: la realidad.[1] Es precisamente esto, son estas vibraciones las que yo busco transmitir a ustedes por medio de esta confesión, pero no deseo que se queden en mis palabras, sino que espero que puedan ver más allá y mezclarse con mi forma de sentir y entender (palabras clave) el mundo. A mi juicio (que tomé prestado de Cortázar), existen dos (en realidad tres, aunque la tercera la he encontrado solo en teoría) formas de captar y procesar la realidad, aunque, por desgracia, son incompletas.

La realidad y las relaciones inter- e intrapersonales pueden ser abordadas a través del entendimiento o del sentimiento. Mi intención fue lograr una muestra de ambas a través de la aproximación a personajes rayuelescos con la que comencé mi ensayo. Primero está la forma de Oliveira, del antimoralista, del autodesignado Ser Superior, quien intenta entender el mundo desde una perspectiva racional, de libros de texto y notas sueltas de Morelli, que crecen como bacterias dentro del caos de una posible lectura de Rayuela. La personalidad de Horacio da a entender un fuerte sentimiento de soledad y aislamiento del mundo, en el que las personas viven en burbujas separadas o en túneles que corren paralelos, en los que quizá podamos mirarnos por una ventana, pero nada más. Horacio es protagonista de una búsqueda constante e infinita, una búsqueda de lo trascendente, de lo que va más allá, en busca de algo que quizá no existe, dándonos siempre la sensación de que lo que busca debe haber estado siempre en su propio bolsillo. Oliveira, en su afán racionalista y rupturista, se vuelve incapaz de hacerse partícipe del mundo, relegándose a un nivel de espectador o crítico, incapaz de abordar la realidad de una manera más completa, ya que deja de lado cualquier estímulo que tenga un sesgo de sentimentalismo, por parecerle impreciso, banal, enemigo de aquello que busca, del deseo metafísico. Pero… ¿quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color, sin imagen, sin referencia, irreductible a un concepto? ¿Quién nos curará del deseo metafísico, del deseo que nos forma, nos constituye, nos destruye? Hay algo que Oliveira no puede lograr, y que envidia y aborrece de Lucía. La Maga, a diferencia de los demás, no es una intelectual. Le cuesta mucho trabajo entender lo que el resto del Club entiende enseguida, se siente disminuida frente al conocimiento de sus amigos, es tan violeta ser ignorante… Sin embargo, la Maga puede sentir el mundo, puede hacerse partícipe de él a través de las sensaciones para sumergirse en una realidad de la que ella es parte. En las palabras de Oliveira, la Maga nada en el río, mientras que él lo mira desde afuera. La carta que la Maga escribe a Rocamadour da cuenta de esta intensidad de vida, de la necesidad de ser auténtica, un poco impulsiva… porque el mundo ya no tiene sentido si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero.

Es precisamente en este punto donde quiero hacer una confesión. Rayuela es un libro que te transforma, y yo me transformé. Caí en la falta de convertirme en un Oliveira, de buscar el absoluto, me envolvió también el deseo metafísico, la sed de trascendencia. Yo también busqué a la Maga en otras mujeres, yo también creí en la posibilidad de encontrarla mirando al horizonte o en el Pont des Arts. De esta experiencia he formado mi idea de utopía, mi idea de individuo, las ganas de poder conciliar el entender de Oliveira con el sentir de la Maga. Por eso, por medio de estas palabras y de mi aproximación a Rayuela, los invito a todos a abrazar, ceñir, rodear por todas partes la realidad. Los invito a comprender, a ser Oliveira y la Maga al mismo tiempo, a atreverse a nadar en el río sin dejar de verlo, por favor, los invito a ser auténticos, a sentir y entender, los invito a mi Utopía.

Rodrigo Selamé

IVº C, 2009

-----------------------------------------------------------------
[1] Me gustaría poder dejar esta confesión hasta este punto, incompleta y disponible para la libre interpretación del lector, ya que, si el lector entiende lo que hasta aquí he relatado, mis próximas palabras le parecerán accesorias y quizá hasta vulgares, por no poder compararse siquiera con las del escritor-filósofo al que me intento parecer. Desgraciadamente, una pauta me obliga a continuar.

Nota explicativa: Si bien pudiera parecer que este ensayo está demasiado afrancesado y no está abordado desde la perspectiva de la chilenidad, es necesario aclarar que está confesión nace de la experiencia de un chileno en distintas partes del mundo, incluyendo a París, y que se ambienta mejor en la capital francesa, por coincidir con el París de la mente que propone Cortázar en su obra. Por está razón, este ensayo nace de la experiencia misma de la chilenidad, siendo su ambientación un mero aspecto de estética literaria.