“Sé sincero siempre, ten en paz tu corazón y no hagas caso, que si fueses sincero y de corazón apaciguado, es que la contradicción está en sus cabezas y no en ti.”
Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno
-Así que aún no logras quedarte dormido, ¿no? –dice una mitad del joven llamado Daniel Galbañal. Lo dice con su peculiar manera de hablar, arrastrando las palabras una tras otra. Como cuando te acabas de despertar de un profundo sueño y sientes los labios pesados y torpes.
La otra mitad asiente.
-¿Cuánto llevas despierto?
Responde tras confirmar innecesariamente la hora del reloj sobre la mesita a un costado de la cama.
-Toda la noche.
-¿No estás cansado? La mitad del joven Galbañal mira a su alrededor frunciendo levemente los labios con sarcasmo.
No responde. El sabe muy bien de qué cansancio se trata, claro. La otra mitad no sabe a qué vienen esas preguntas absurdas. Sólo se está burlando de él.
-Va, no deberías seguir pensando en esas tonterías –dice la mitad del joven Galbañal-. Tú no necesitas mostrarte a los demás. En lo absoluto. Para eso estoy yo, para encubrirte. Qué importa que la gente no te conozca o que nunca escuchen de esa poesía en tu mirada. En todo caso, no te aceptarían. Y con esta idea, de momento, saldrás adelante.
-De momento –repite sus palabras como si estuviera sopesándolas sobre la palma de la mano-. ¿Y después, lo pensarás en su momento también?
Asiente.
-¿Matarme, tal vez?
-Quizá –dice.
La otra mitad del joven Galbañal hace un gesto negativo con la cabeza.
-¿Sabes? Deberías saber un poco más de qué va el mundo. ¿Qué diablos quiere demostrar un muchacho de unos veinte años en un mundo ajeno, desconocido? Si ni siquiera es capaz de acabar con su propia lucha interna. ¿Quién va a tomarte en cuenta, tus amigos, tu familia?
Se puso un poco colorado.
En fin, no insisto –dice una cara del joven llamado Daniel Galbañal-.Tampoco sirve de nada que te pinte las cosas tan negras. Total ni siquiera han empezado. Tú ya has tomado una decisión. Ahora te falta llevarla a cabo. En cualquier caso se trata de tu vida. Básicamente, la única vía es lo que tú creas.
Exacto. En definitiva, es mi vida… o al menos un pedazo de ella.
Piensa una vez más en eso. Una parte de Galbañal lanza un suspiro y se presiona los párpados con las yemas de los dedos. Le habla con los ojos cerrados, desde el fondo de las tinieblas.
-Juguemos a lo de siempre –propone.
-De acuerdo –dice la otra mitad. El también cierra los ojos y, en silencio, respira.
-¿Listo? Imagínate una tormenta terrible, realmente terrible –dice-. Y olvida cualquier otra cosa.
Tal como le ha dicho, imagina una tormenta terrible, realmente terrible. Y olvida cualquier otra cosa. Incluso quién es. Se queda en blanco. Las cosas van aflorando enseguida. Y ambos se quedan compartiéndolas en medio de la noche sobre la cama del joven llamado Daniel Galbañal.
***
No es que le tenga profundo temor a los ascensores, ni mucho menos. La verdad me considero alguien corriente respecto a mis miedos. No podría calificarme como alguien que no se asusta ante nada pero tampoco creo padecer de esas obsesivas y compulsivas aversiones de ciertas personas. Simplemente me considero alguien normal: me levanto temprano, moribundo, veo televisión por las tardes y solo cuando me da sueño me acuesto a dormir la siesta. Aún así hoy me siento algo diferente.
Mientras sigo esperando a que la luz del botón que está a un costado mío, a la altura de mi hombro, se apague; comienzan a invadir en mi cabeza una serie de fugaces destellos del sueño que aquella noche me hicieron sentir que algo dentro de mí se mantuvo despierto mientras dormía. De pronto la luz por fin se apaga y le sigue el sonido metálico de las puertas haciéndose a un lado. No bastó mucho tiempo para que en seguida me empape una oleada de olores entre a encierro y a transpiración. Ese olor que se distingue de los demás por estar en lugares de angustiosa presencia humana. Pero ya era demasiado tarde, las puertas se habían cerrado y los números, para mí desgracia, lentamente comienzan a descender. Logro hacerme espacio entre la multitud y arrinconarme hacia una de las paredes del cuartucho, cosa de quedar con la vista en la misma dirección que mis compañeros. Compañeros en la rutina y en los bostezos. La conversación sería predecible: ese primer “buen día” fingido, indeseado hasta hipócrita sale de mi garganta como vómito de mis entrañas, pero nadie se da cuenta. Nadie nunca lo hacía. Luego vuelvo a mi centro, así como todos a mí alrededor, y cierro los ojos. El silencio rápidamente se apodera de la habitación, lo que me deja tiempo para pensar.
Me siento cansado de verdad, cansado de fingir, cansado de actuar a los demás para recibir en cambio la puta apreciación ajena. ¿A quién engaño? Pues a nadie más que a mí mismo. No tengo ganas de nada ni de nadie. Quiero estar solo. Alejarme de esta gente, escupirle en sus caras, romper estos vidrios, mirar hacia lo alto y escapar, escapar hacia lo alto y ser libre.
Un movimiento brusco me da la bienvenida al mundo nuevamente, alzo la vista y efectivamente me encontraba en la plataforma principal. Nadie se movía, todos esperaban a que alguien de entre todos nosotros se atreviera a dar el primer paso hacia fuera. Pero me empujan y yo los empujo. Como si de un rebaño de ovejas se tratara, unos más necesitados que otros, nos libramos llenos de ímpetu y ganas de desaparecer. Camino. Ya todos se habían esfumado cuando de pronto siento un diminuto golpecito en mi cabeza. Afuera llovía y con el caer de las gotas sobre el asfalto mojado, mi mirada explotaba al igual que ellas. La calle se cubría de una sustancia viscosa y por todos lados afloraban pequeños charcos color tornasol. Los conductores desenfrenados por esquivar las pozas, zigzagueaban como evitando chocar unos con otros. La gente a un costado caminaba con gestos arrugados y la mirada encasillada hacia la nada. Todos debían ir a algún lado, todos debían estar en alguna parte, todos eran siervos de una trayectoria predeterminada. Llueve y se atragantan las alcantarillas de basura, se moja la ropa tendida en los balcones, tintinean las luces del semáforo a lo lejos. Llueve y pareciera que siempre va a ser así. Entonces, yo ya había tomado la decisión de no presentarme al trabajo esa tarde. Realmente la había tomado aquella misma mañana en que desperté con las únicas ganas de permanecer postrado en la cama escuchando la lluvia golpear contra el vidrio de la ventana. Y fue como si una fuerza ajena a mi voluntad levantara mi cuerpo y lo llevara dentro del cuarto de baño. Me di una ducha caliente para incorporarme al mundo una vez más, como era de costumbre después de un sueño como el de aquella noche.
Ahora me encontraba sin rumbo alguno y me gustaba. Eran poco más de las tres de la tarde y no dejaba de dar giros en mi cabeza la imagen de mis compañeros de oficina al darse cuenta de que yo ya no estaba con ellos. Eran realmente extraños los momentos en que decidía ausentarme de todos. A veces necesito un día o más para recuperarme del daño que conlleva no poder mostrar ese lado esencial de mi vida por el miedo que me causa. En cambio, finjo y me río pero mis labios son débiles y tiemblan, tiemblan porque son inseguros y prefieren reír a decir lo que piensan. Es como si ya me hubiera acostumbrado a ello, pero no. Negar esa melancolía dentro de mí y poder ser tan corriente como el resto de las personas me es difícil. Por eso necesito estos días para poder ser como los demás no quieren que sea y escapar, al menos, en mi soledad.
La lluvia a ratos dejaba de caer. Desde lejos veo que se acercan mis amigos. Eso me llena de una vaga sensación de alegría que con el pasar de los segundos se transforma en incomodidad plena. Estoy algo aterrado. Los dientes me castañean sin parar. Por mucho que lo intente, no puedo impedirlo. Las manos me tiemblan un poco. No las siento como mías. Ellos ríen como siempre. El encuentro sería inevitable. Cuando pasaron junto a mí, los nervios habían cesado en absoluto y mi rostro ahogado reflejaba perfectamente el nudo que sentía en la garganta.
-Oye. Tienes una cara espantosa. ¿Lo sabías?
Asiento.
-¿Y qué diablos te ha sucedido?
-Ni yo mismo lo sé.
-Ni siquiera tú lo sabes. Tampoco sabíamos donde estabas, te llamamos pero nunca contestaste-. Me mira de pies a cabeza-. En fin, que estás en un aprieto.
-En un gran aprieto –digo. Desearía hacerles entender la gravedad de mi situación.
Durante unos instantes reina el silencio. Mientras tanto, uno de mis amigos enciende un cigarrillo y me mira con el entrecejo fruncido.
-¿Vas mañana donde Villanueva? –pregunta.
Asiento.
Rápidamente hago un gesto de despedida y me marcho. Entonces, escucho una voz a lo lejos que se va perdiendo entre la gente hasta desparecer.
-¡Pues, nos vemos!
Creo haber escuchado eso último que gritaron, al momento en que crucé la calle con la clara intención de dejarlos atrás en el camino, pero no estoy seguro del todo.
El cuerpo me pesa y las piernas me duelen de tanto caminar. Aún sigo algo choqueado por la situación que acababa de pasar pero cada vez me importaba menos. Ahora sólo necesito descansar. Era en lo único que podía pensar. No eran más de las seis y media cuando la lluvia dejó de caer, en cambio arriba se mostraba la imagen de un cielo totalmente despejado. El lugar en que ahora me encuentro está lleno de tranquilidad, la paz en sí misma. La arena se cuela lentamente entre las costuras de mis zapatos mientras camino, así que opto por sacármelos y continuar descalzo por la playa. No me bastaron muchos pasos para caer rendido sobre la arena. Con la mente fija en el horizonte, me quedo así un buen rato. Es un escenario perfecto. Embobado por el espectáculo, suelto alguna lágrima de emoción y sin darme cuenta, comienzo a llorar con desconsuelo. Sigo llorando. Recuesto mi espalda contra la arena y las lágrimas no paran. Poco a poco logro calmarme, ya no queda nada. Hecho un último vistazo al cielo. Me quedo boca arriba con los ojos cerrados con la imagen latente en mi cabeza del espectáculo que acababa de presenciar. La imagen no se desvaneció, aún así jamás pude distinguir el momento preciso en que logré quedarme dormido para siempre.
Andrés Carvajal
IVº Medio C, 2009