“Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.”
Julio Cortázar
Afuera llueve. Gota a gota se va cayendo un pedazo del cielo sobre una ciudad empapada. El agua hierve, el mate está lleno de hierba. De a poco va vertiendo el agua dentro, con mucho cuidado para no mojar la hierba que está arriba, casi escapándose de la calabaza. Se sienta y enciende un Gauloises. Se acomoda en el sillón, retiene el aire en su pecho. Echa la ceniza al suelo, no le importa. Sorbe un poco de hierba mate, toma una pluma y comienza…
He estado rumiando un pensamiento desde hace varios días, al punto que me asalta hasta en los sueños más inocentes, si es que logro conciliarlos. ¿Qué soy? ¿Quién soy? Tengo una noción extraña, un sentir poco común, por lo menos entre mis conocidos. Me siento ajeno, quizás infinitamente distante, imposibilitado, voluntariamente exiliado para alejarme de esa gente que está cerca. A veces pienso que es absurdo, que soy como todos pero un poco arrogante con todo lo que escribo, con todo lo que siento y lo que no siento, con todo lo que leo y fumo y lloro y me siento a tomar un matecito y a escribir sobre mí y sobre ti y el resto y el mundo y todo lo demás mientras afuera llueve y llueve tanto y hay gente que camina por barrios que no conozco que busca llegar a su casa a alguna casa que tenga el fuego encendido y el agua hirviendo en una tetera; afuera hay de todo. Pero creo que no, otras veces pienso que soy distinto a otros, que hay algo que en realidad me diferencia de ese grupo de personas y cosas que llamamos el resto del mundo.
En el cenicero cinco Gauloises, en la mano otro más, ninguno en la caja. En el reloj han pasado dos horas. Maldición, hay que ir a comprar más. Gauloises sin filtro. Se levanta del sillón, coge su abrigo (afuera llueve), sus llaves y un billete gastado. Con esto alcanza. Sale de su departamento y cierra con llave, comienza el descenso (a bajar). Tres pisos más abajo se encuentra bajo el arco de la entrada del edificio, un arco blanco, un edificio desgastado por los años y los malos cuidados. Unos pasos más allá camina la gente, pasa tranquila o apurada, con la ropa mojada. Casi todos con abrigo o paraguas, caminan bajo la lluvia. Bajando el escalón de la entrada, un paso más allá, pasará a ser parte de ese río, de esa jungla de personas que caminan quién sabe a dónde, quién sabe con qué propósito. Camina hacia un pequeño almacén, no muy lejos. Que buenas tardes, que unos cigarrillos, sin filtro por favor, un muchas gracias y un adiós. Eso te hace pensar. Camina distraído de vuelta a su hogar, entre la gente que aparece de repente, que parece no venir de ningún lado, parece no ir hacia ningún lado. Sube a su departamento, se sienta en el sillón raído.
Quizás lo más absurdo de la vida en que vivimos es su falso contacto. Creo que siempre he pensado lo mismo, en realidad uno está solo. ¿Hemos hecho algún contacto? Muy poco. Sentado aquí, los otros allá, mirarnos, hablarnos, encontrarnos, ir al cine, al teatro y recorrer el mundo… todos en una esfera, en un mundo limitado sin poder ir más allá, una mirada entre las esferas, la conexión máxima, estrechar las manos y conversar un rato, volver a tu mundo, a tu esfera. A tu nariz como límite del mundo, como los peces en su pecera, como un vidrio impenetrable seguido por la niebla, la incertidumbre, el miedo insoslayable, del inexorable temor a salir de la costumbre, del aburrimiento, del encierro. ¿Me explico? Yo creo que no. Nosotros no somos, sino que buscamos ser, manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como ésta. Qué carencia de profundidad y reflexión nos absorbe, somos robots, somos mecánica sin saberlo, programados, estereotipados y etiquetados, sin que nos opongamos, sin un gesto siquiera. Somos los ricos los pobres los perros los gatos los chilenos los franceses los alemanes las mujeres. Y siempre es lunes, todavía es lunes. ¿Aún no me explico? Por supuesto que no, nunca me podría explicar. Mis palabras no son el mensaje mismo que quiero transmitir, en eso se equivocan. Mis palabras son meras transportadoras, burros de carga que han dejado caer parte del peso que no fue apropiadamente asegurado y qué poco poético suena eso. Son como cucharas, camiones de carga y otras analogías, son falsedades, malas interpretaciones. El mensaje está dentro, codificado, en clave… me gustaría que fuera un escalofrío una sonrisa una lágrima un puño o un volcán. De eso ya no se preocupa nadie, menos hoy. Las palabras pueden ser pigmentos y notas e imágenes y viceversa y todo lo contrario también. Hay más cosas en mi mente.
Afuera llueve. Gota a gota se va cayendo un pedazo del cielo sobre una ciudad empapada. Se levanta con un nudo en la garganta, con una carta a medio escribir entre sus dedos delicados, dedos que ansían poder tocar aquello que ella extraña.
Él nunca entendió, nunca pudo entender por qué no quise traerte, o por qué quería hacerlo. Nunca entendió por qué te dejaba al cuidado de aquella nodriza, por qué me daba miedo, nunca entendió ningún por qué. Es raro, porque parece entenderlo todo. Habla como si lo entendiera todo, como si pudiera uno a uno desentrañar los secretos y las verdades que esconde el mundo, que esconden los libros que lee y que relee. Parece entender enseguida todo aquello que a mí me cuesta tanto comprender, sin embargo hay algo que nunca podrá entender, algo que me lastima. Es algo profundo quizá, es algo distinto. No puede entender que yo lo siento, él se ríe, como cuando le dije que tu nodriza era maligna, que se ponía guantes de goma para hablar, para hablar de ti con sus palabras pulidas, escondiendo las manos. Él no entiende, mon bebé, no entiende que yo pueda hacer cosas irracionales, no entiende que yo pueda caminar una hora bajo la lluvia si en un barrio que no conozco están pasando Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del otro, el amor de la madre, el juguete nuevo… Quizá tu entenderás un día, mon bebé, o quizá buscarás lo mismo que busca él, en soledad escogida, marginado por voluntad, anti-moralista, buscarás quién sabe qué cosa, buscarás como un idiota. Buscarás como un idiota una forma de comprender el mundo, una forma de alejarte de lo convencional, de diferenciarte de los otros, de ser tú mismo, de alejarte del sentimentalismo… quizá tu también serás como Horacio y tendremos que vivir combatiéndonos, y esto es muy triste mon bebé, a ti no te gustaría, pero es la única forma para que valga la pena vivir.
Él se levanta, un vaso de whiskey y otro, un par de cigarrillos… Él se levanta, Horacio, y sale a la ciudad. Tantas veces repitió este proceso, en tantos cafés y bares y esquinas se sentó a pensar, a marginarse por voluntad, para luego salir a caminar, pasar por el Pont des Arts y preguntarse incansablemente… ¿encontraría a la Maga?
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Él se levanta, un vaso de whiskey y otro, un par de cigarrillos… Él se levanta, Horacio, y sale a la ciudad. Tantas veces repitió este proceso, en tantos cafés y bares y esquinas se sentó a pensar, a marginarse por voluntad, para luego salir a caminar, pasar por el Pont des Arts y preguntarse incansablemente… ¿encontraría a la Maga?
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¿Encontraría a la Maga? Creo que todos los que hemos tenido el placer de leer Rayuela, nos hemos hecho esa pregunta. Probablemente somos muchos los que nos hemos enamorado de ella, somos muchos los que la hemos buscado entre pasillos y muchedumbres, muchos los que hemos confundido su silueta en una esquina o de noche. Lucía es una mujer única, llevando la desgracia de no ser real, que nos condena a buscarla, a buscarla como al rayo de luna. Es increíble la forma en que Rayuela nos puede hacer vibrar, como nos hace eternos cómplices de un juego inexplicable, como nos revela un mundo desconocido: la realidad.[1] Es precisamente esto, son estas vibraciones las que yo busco transmitir a ustedes por medio de esta confesión, pero no deseo que se queden en mis palabras, sino que espero que puedan ver más allá y mezclarse con mi forma de sentir y entender (palabras clave) el mundo. A mi juicio (que tomé prestado de Cortázar), existen dos (en realidad tres, aunque la tercera la he encontrado solo en teoría) formas de captar y procesar la realidad, aunque, por desgracia, son incompletas.
La realidad y las relaciones inter- e intrapersonales pueden ser abordadas a través del entendimiento o del sentimiento. Mi intención fue lograr una muestra de ambas a través de la aproximación a personajes rayuelescos con la que comencé mi ensayo. Primero está la forma de Oliveira, del antimoralista, del autodesignado Ser Superior, quien intenta entender el mundo desde una perspectiva racional, de libros de texto y notas sueltas de Morelli, que crecen como bacterias dentro del caos de una posible lectura de Rayuela. La personalidad de Horacio da a entender un fuerte sentimiento de soledad y aislamiento del mundo, en el que las personas viven en burbujas separadas o en túneles que corren paralelos, en los que quizá podamos mirarnos por una ventana, pero nada más. Horacio es protagonista de una búsqueda constante e infinita, una búsqueda de lo trascendente, de lo que va más allá, en busca de algo que quizá no existe, dándonos siempre la sensación de que lo que busca debe haber estado siempre en su propio bolsillo. Oliveira, en su afán racionalista y rupturista, se vuelve incapaz de hacerse partícipe del mundo, relegándose a un nivel de espectador o crítico, incapaz de abordar la realidad de una manera más completa, ya que deja de lado cualquier estímulo que tenga un sesgo de sentimentalismo, por parecerle impreciso, banal, enemigo de aquello que busca, del deseo metafísico. Pero… ¿quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color, sin imagen, sin referencia, irreductible a un concepto? ¿Quién nos curará del deseo metafísico, del deseo que nos forma, nos constituye, nos destruye? Hay algo que Oliveira no puede lograr, y que envidia y aborrece de Lucía. La Maga, a diferencia de los demás, no es una intelectual. Le cuesta mucho trabajo entender lo que el resto del Club entiende enseguida, se siente disminuida frente al conocimiento de sus amigos, es tan violeta ser ignorante… Sin embargo, la Maga puede sentir el mundo, puede hacerse partícipe de él a través de las sensaciones para sumergirse en una realidad de la que ella es parte. En las palabras de Oliveira, la Maga nada en el río, mientras que él lo mira desde afuera. La carta que la Maga escribe a Rocamadour da cuenta de esta intensidad de vida, de la necesidad de ser auténtica, un poco impulsiva… porque el mundo ya no tiene sentido si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero.
Es precisamente en este punto donde quiero hacer una confesión. Rayuela es un libro que te transforma, y yo me transformé. Caí en la falta de convertirme en un Oliveira, de buscar el absoluto, me envolvió también el deseo metafísico, la sed de trascendencia. Yo también busqué a la Maga en otras mujeres, yo también creí en la posibilidad de encontrarla mirando al horizonte o en el Pont des Arts. De esta experiencia he formado mi idea de utopía, mi idea de individuo, las ganas de poder conciliar el entender de Oliveira con el sentir de la Maga. Por eso, por medio de estas palabras y de mi aproximación a Rayuela, los invito a todos a abrazar, ceñir, rodear por todas partes la realidad. Los invito a comprender, a ser Oliveira y la Maga al mismo tiempo, a atreverse a nadar en el río sin dejar de verlo, por favor, los invito a ser auténticos, a sentir y entender, los invito a mi Utopía.
Rodrigo Selamé
IVº C, 2009
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[1] Me gustaría poder dejar esta confesión hasta este punto, incompleta y disponible para la libre interpretación del lector, ya que, si el lector entiende lo que hasta aquí he relatado, mis próximas palabras le parecerán accesorias y quizá hasta vulgares, por no poder compararse siquiera con las del escritor-filósofo al que me intento parecer. Desgraciadamente, una pauta me obliga a continuar.
[1] Me gustaría poder dejar esta confesión hasta este punto, incompleta y disponible para la libre interpretación del lector, ya que, si el lector entiende lo que hasta aquí he relatado, mis próximas palabras le parecerán accesorias y quizá hasta vulgares, por no poder compararse siquiera con las del escritor-filósofo al que me intento parecer. Desgraciadamente, una pauta me obliga a continuar.
Nota explicativa: Si bien pudiera parecer que este ensayo está demasiado afrancesado y no está abordado desde la perspectiva de la chilenidad, es necesario aclarar que está confesión nace de la experiencia de un chileno en distintas partes del mundo, incluyendo a París, y que se ambienta mejor en la capital francesa, por coincidir con el París de la mente que propone Cortázar en su obra. Por está razón, este ensayo nace de la experiencia misma de la chilenidad, siendo su ambientación un mero aspecto de estética literaria.
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